Andrés de Urdaneta: El hombre que completó la conexión del mundo

“Pasamos mucho trabajo a la vuelta con tiempos contrarios y enfermedades. Murieron seis hombres hasta surgir en el puerto y después de llegados a él otros cuatro, y más un indio de la isla de Cebú.” – Andrés de Urdaneta

27 de septiembre de 1565

Un estallido, y el viento arrastró la espuma del Océano Pacífico. De entre las olas la había arrancado el cuerpo sin vida del Piloto Mayor, el onubense Esteban Rodríguez, al dejarlo caer desde la borda de la nao Capitana San Pedro. El día anterior, el cadáver del Contramaestre había corrido la misma suerte. Restaban demasiadas millas hasta tierra como para portar féretros a bordo, por muy principales que fueran, y mucho menos dieciséis. Aunque habrían sido más de no ser por la precaución del hombre que ahora murmuraba plegarias arrodillado sobre la cubierta, rogando por que las almas de los difuntos sí lograsen arribar a puerto en la otra vida.

Cocos, habichuelas y ananás. El pan y el arroz daban fuerza a los brazos de los marinos, eso lo sabían todos, y el vino no podía faltar, pues daba moral y aliento en las noches más duras. Pero aquel hombre, vestido todo de negro con los hábitos agustinos, había surcado los mares el tiempo suficiente como para temer los males del escorbuto, especialmente en las travesías largas e inciertas. Y pocas tan largas y tan inciertas como aquella que se traían entre manos. Era una suerte que poco antes de dejar las Islas del Poniente hubiese podido encontrar los bastimentos necesarios. Aun así solo restaban sanos dieciocho de los doscientos que habían partido.

Andrés de Urdaneta se incorporó con la pesadez que le infligían los casi sesenta años a sus anchas espaldas. Guipuzcoano de Villafranca de Ordicia, todavía guardaba bajo su lampiño cráneo el recuerdo de la primera vez que se había embarcado: a los diecisiete, como asistente de Juan Sebastián Elcano en la segunda expedición transpacífica española. Entonces la sangrante enfermedad le robó a su mentor, y el joven Urdaneta se vio abocado a largas estaciones en la recóndita isla de Gilolo, en las Molucas; construyendo y reparando naves; combatiendo a moluqueños y portugueses; aprendiendo geografía, cosmografía y náutica, a ponderar el alma de los pueblos, y a cargar siempre cocos, habichuelas y ananás. Una década después regresó a España completando la vuelta al mundo.

No mucho más tarde, Andrés de Urdaneta recaló en México, requerido por Pedro de Alvarado para organizar una nueva expedición hacia las Islas de la Especiería. Sin embargo, la pronta muerte de éste truncó el proyecto, y Urdaneta pasó a asumir diversos cargos administrativos en el virreinato de la Nueva España, fue corregidor de varias poblaciones y en 1553 ingresó en la Orden de los Agustinos como maestro de novicios. Una vida pacífica y retirada, en contrapunto a su bravía juventud. Hasta que llegó el encargo.

Andrés de Urdaneta. Fuente: Wikipedia
Andrés de Urdaneta. Fuente: Wikipedia

Entonces las tintadas letras regias resonaron sobre el amarillento papel de una carta entre unas manos serenas. Según rezaban, al fin Felipe II había juzgado necesario cerrar el círculo en torno a su insolado Imperio, para lo cual restaba como pieza clave del tablero conectar por el oeste el nuevo continente. Cierto es que ya algunos habían navegado desde allí hasta Filipinas sin excesivo contratiempo, pero nunca nadie había logrado vencer a las corrientes ni a los alisios del sur para completar con éxito el viaje de retorno. Y para servirle en tan aventurada odisea, el monarca había elegido a su hombre: el mismo que sostenía la misiva.

Andrés de Urdaneta se hizo cargo del colosal proyecto desde la construcción de la flota – dos galeones y dos gabarras más la nao Capitana – hasta la elección de la tripulación y de su capitán general, para lo que designó al también guipuzcoano Miguel López de Legazpi. Las hachas silbaron para dar forma a los cascos, los hombres se despidieron de sus mujeres, y al fin, tras largos preparativos, la expedición zarpó el 21 de noviembre de 1564 del Puerto de Navidad, en Jalisco, con Urdaneta como director náutico y espiritual. Dos meses más tarde, según lo previsto, alcanzó las Filipinas con el viento a favor y siguiendo la ruta conocida. Allí pasaron cuatro meses reparando sus naves y reponiendo sus ánimos. Su verdadera misión estaba a punto de comenzar.

En el momento en el que el cuerpo del Piloto Mayor alcanzaba la fría agua oceánica, y Andrés de Urdaneta despegaba las rodillas de la madera de la cubierta, hacía ciento dieciocho días eternos del viernes, primero de junio, en que la nao Capitana había partido en solitario del puerto de Cebú con mar gruesa y viento frescachón. Legazpi se había quedado en tierra con el resto de embarcaciones, haciéndose cargo desde ese momento su nieto, Felipe de Salcedo, de la capitanía de la expedición. Nueve jornadas habían tardado entonces tan solo en escapar del peligroso laberinto que formaban las islas Mactan, Leyte y Samar, con sus trampas de arrecife y sus indios prestos a la escaramuza aprovechando el trance de la aguada.

Tornaviaje de Urdaneta
Tornaviaje de Urdaneta

Después, durante largas semanas navegaron rumbo noreste, siguiendo las indicaciones de Urdaneta para buscar los vientos contralisios, rebasando Taiwan y alcanzando Japón tras dos lunas llenas de viaje. Allí derivaron al este para encauzarse en la corriente de Kuro Shivo, y después alternaron noreste con sureste danzando con el vendaval, cruzando el Pacífico hasta divisar la costa de California el mismo día en que un estallido levantó la espuma del océano. Los pocos marinos que para entonces quedaban en pie dispusieron las velas para perfilar el contorno de la Nueva España en dirección a Acapulco, su anhelado destino, y a donde arribaron el 18 de octubre tras más de cuatro meses y casi dos mil leguas recorridas.

Aquella gesta única e irrepetible, bautizada como el tornaviaje, permitiría al fin conectar el mundo en los dos sentidos de su circunferencia. Quedaba así inaugurada la Ruta del Galeón de Manila, que convertiría el Océano Pacífico en un mar español durante casi tres siglos con sus idas y venidas entre las Filipinas y la Nueva España. De este modo, se hizo posible la colonización de las posesiones españolas en Asia y el comercio con las mismas, especialmente de las platas americanas, que ya empezaban a desear desde la pujante China.

De todo esto informó a Felipe II en su último regreso a España el hombre cuya pericia y conocimientos habían dado forma a la proeza. Junto con sus palabras, Andrés de Urdaneta hizo entonces entrega al monarca de toda suerte de mapas, relaciones de expedición y libros de navegación en los que había recopilado los detalles del viaje. Y así fue como su legado concedió a los barcos la gracia de escoltar al sol en su inagotable ruta sobre el Imperio.

 

Ricardo Ramos Rodríguez para El Camino Español.

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