Sancho Londoño: La leyenda de un «intocable» de los Tercios

Había que asegurar el paso. Eso era lo principal. Que se quedaran con esos malditos bandidos herejes; ni sus almas ni sus cabezas valían tanto. Además, aunque los Grisones dejaran de protegerlos, acabarían por encontrar otra guarida en la que ocultarse. Un punto de rigor católico era necesario para toda criatura, quién podría dudarlo, ¡pero por el amor de Dios!, cuando de lo que se trataba era de la conservación de tan principal Estado, qué importaría a los ojos del mismo Señor el destino de un puñado de fugitivos.

Sentado a la mesa, el hombre que en aquellas cavilaciones se hallaba, rumiaba al mismo tiempo entre los amarillentos dientes un correoso trozo de carne de cerdo en salazón. Y también a la par, aunque se aseguraba de hacerlo en un tono lo suficientemente cauto como para no ser oído por ninguno, lanzaba avinagrados exabruptos contra el grueso de los comensales que le acompañaban en la ocasión. “Perversos Grisones” – murmuraba – “no se interesan más que por el vino y el dinero”. ¡Ay!, cuánto lamentaba no disponer en mayor abundancia del segundo, para comprar con él sus mezquinas conciencias. ¡Si hasta para organizar aquella mísera cena había tenido que pedir novecientos escudos al gobernador!

Aquel varón duro y curtido en la apariencia y el brazo, mas instruido en Alcalá de Henares y casi tan diestro, cual manco de Lepanto a la inversa, para la pluma como para la espada, había sido bautizado como Sancho de Londoño, hijo primogénito de don Antonio de Londoño, señor de Hormilla, y de doña Ana Martínez de Ariz. De aquello hacía ya cerca de medio siglo. Había, por otra parte, algo especialmente llamativo en aquella efigie de perfecto soldado, algo muy poco habitual en un hombre con casi cinco lustros de noble servicio a las armas: ni una sola cicatriz hacía mella sobre su rostro insolado, ni tampoco se apreciaban las caricias del metal bruñido entre los pliegues de su fuerte cuello, ni en los dorsos de sus toscas manos.

Nunca, ni una sola vez, había sido herido en batalla. Al menos, eso rezaba su leyenda. Eso, y que tampoco había perdido jamás almena ni palmo de tierra. Eso, y que las hierbas que emergían tras sus pasos crecían altas y fuertes si habían de beber de la sangre de sus enemigos, y en cambio, se marchitaban, mustias y secas, si era del humor de sus amigos del que debían libar.

No eran pocas, además, las veces que había puesto a prueba aquella extraordinaria fama, pues no demasiado pasados los veinticinco inviernos, había tomado por primera vez la pica al servicio del Duque de Alba, y desde entonces hasta su muerte, apenas abandonaría ya la vida castrense. En aquella inicial experiencia empuñando el acero toledano había sido destinado a reforzar la frontera española con Francia, amenazada esta vez por la codicia y las hostilidades de Francisco I; y no mucho más tarde, sus disciplinados pasos habrían de conducirle también a Alemania, a batallar como parte de las tropas del Emperador Carlos V contra las de la Liga de Esmalcalda.

Su primer nombramiento le llegaría como teniente de caballos ligeros de la compañía de Ruy Gómez de Silva, el poderoso Príncipe de Éboli, siendo éste chambelán y segundo sumiller de corps del Príncipe Felipe. Después, en 1552, participaría en el fallido sitio de Metz, en tierras francesas, ya como capitán de infantería; y los siguientes años de su periplo vital hubieron de ser en todo modo frenéticos, pues le llevaron a involucrarse en apenas cuatro abriles en el asedio de Montalcino, en el paso del Duque de Alba por los Países Bajos como capitán de su guarda personal, y también junto a este último, como refuerzo en Nápoles para apoyar la invasión de los Estados Pontificios.

En su pensamiento, la obediencia ocupó siempre la cúspide de sus valores, especialmente en lo que a la soldadesca se refería, y el servicio Real fue todo el viento que empujó sus velas (¡aunque bellacos saben que él prefería batirse en tierra!). Todas estas ideas las plasmó con maestría en sus obras y tratados, tanto en prosa como en verso, destacando entre ellas su “Libro del arte militar”, o su “Discurso de la forma de reducir la disciplina a mejor y antiguo estado”. Tales planteamientos le brindaron también el mayor aprecio del Duque de Alba, incluso causaron impacto en el sentir del soberano Felipe II, y sin duda, le ayudaron a impulsar su carrera hacia las metas que aún le quedaban por conquistar: maestre de campo del Tercio Viejo de Lombardía en Milán, gobernador del presidio de Asti en el Piamonte italiano… y finalmente, el encargo de aquella importantísima misión diplomática ante las Ligas Grisonas.

Los Grisones controlaban el paso de la Valtelina, un itinerario de vital importancia que comunicaba la Lombardía con el Tirol a través del valle de Inn, y que debía (más valía) permanecer leal a los intereses españoles y lejos de las ambiciones francesas. No obstante, no era aquel cometido sencillo de llevar a buen término. Los Grisones, se decía, eran unos vendidos, y además, cobijaban en su territorio a toda suerte de forajidos herejes huidos de Milán, cuyas cabezas reclamaba Felipe II como parte de la capitulación, lo cual tornaba el asunto todavía más complicado. Sancho de Londoño trató de negociar, obsequió a los más principales de sus hombres con una cena a su salud para ganarse así sus voluntades… Pero fracasó. Quiso después tomar el paso por la fuerza, estaba convencido de su capital envergadura, pero sus superiores no le escucharon. Y al fin, el paso se perdió.

Después de aquello aún le restarían energías para participar en el socorro de Malta, asediada por el Turco, y al que trató también de alistarse un jovencísimo Don Juan de Austria, y para marchar junto al Duque de Alba a combatir a los rebeldes Conde de Egmont y Príncipe de Orange en los albores de la guerra de Flandes. Allí combatió en variopintas batallas, con gran éxito en algunas como la de Nimega, aunque se quedó sin poder tomar parte en otras, como la de Dalheim, a causa de un incipiente padecimiento.

Sin embargo, para llegar hasta allí, tuvo primero que aventurarse en la que no tardaría en advertirse como una de las hazañas logísticas, militares y humanas más notables de su tiempo: marchar durante cincuenta y seis días junto a otros diez mil hombres, partiendo de Milán, atravesando el Piamonte y Saboya (vive Dios que él hubiese preferido poder pasar por otros lares), cruzando los Alpes, internándose en el Franco Condado y en Lorena hasta llegar a Luxemburgo, y desde allí, hasta el corazón de los Países Bajos Españoles. Trazando por vez primera aquella mítica ruta que habría de vertebrar un Imperio: el Camino Español.

Al fin, tras largos meses de enfermedad, la muerte encontró a don Sancho en Amby, corría mayo de 1569. Murió desengañado, presa de su propio sentido de la responsabilidad. Pero lo que no pudo alcanzar a saber antes de exhalar su bravo y postrero aliento, es que llegaría el día en el que la fidelidad de Saboya se mudaría al bando francés, imposibilitando así la travesía de los Tercios españoles por sus tierras; y que de este modo, no le quedaría a España otro remedio que retomar su vieja pretensión de capitulación Grisona para emplear el paso de la Valtelina, esta vez sí, a cualquier precio. Exactamente como él había defendido.

Y es que, como ahora ya sabrán, más de cincuenta años antes de aquello, un hombre farfullaba sentado a la mesa mientras trataba de arrancarse de los amarillentos dientes los muchos pedazos de cerdo en salazón (¡pardiez, cuán correoso era!) que se le habían quedado enganchados. “Perversos Grisones” – decía. Sí. Qué duda cabía, eso era lo principal. ¡Vive Dios, qué importarían unos cuantos bandidos harapientos frente a un destino tan trascendente! Al cuerno con ellos. Había que asegurar el paso.

Ricardo Ramos Rodríguez, para El Camino Español.

Ricardo Ramos Rodríguez (Calatayud, 1992), escritor e ingeniero, es autor de la novela histórica «Las sombras del Imperio» (Ed. Círculo Rojo, 2015), y de la serie de artículos «Bilbilitanos en la historia» (Pregunta Ediciones, 2016)

2 comentarios en “Sancho Londoño: La leyenda de un «intocable» de los Tercios”

  1. Sancho estuvo en el asedio de Metz, sin duda, porque lo dice él mismo en unos versos que compuso. Tampoco dudo que fuera allí capitán de infantería, aunque no consta entre los 13 que levantaron las compañías que se embarcaron en Málaga. Cabe que se embarcara como aventurero con Alba y que éste le diera una de las compañías de bisoños, sustituyendo a unos de sus capitanes – quizá a de la Haya, que es, junto a otro que ahora no recuerdo— el único del que no pude rescatar una historia posterior. Además, el Duque tenía instrucciones del propio Emperador para que, dejando en Milán 4 de las cias bisoñas, las sustituyera por otras 4 veteranas de aquel ejército, e incluso había recomendado que se diera una a un alférez, que ciertamente la tuvo y luego serviría en San Quintín. La otra opción es que fuera ya capitán y sirviera en el asedio de Parma, de donde el marqués de Marignano, en otras fechas y ruta diferente al principio, condujo 9 cías de infantería española (entre ellas las de Juan de Mendoza, que luego se hizo jesuíta; la de Alonso de Navarrete, que ya en Flandes recibiría el mando del tercio de Sicilia (entonces rebautizado como Tercio de Flandes), con el que había combatido en Mühlberg, para abandonarlo en 1548); la de Juan de Solís, también excombatiente en Mühlberg y luego MdC del Tercio de Francia; o la del «abuelo» de los tercios, Alonso Pimentel, hijo natural de un conde de Benavente, que llegó a vivir 118 años, como reza su tumba en El Portillo.
    Ahora bien, lo de que Sancho sirviera en Montalcino había que revisarlo. Cierto que Jacobo de Médicis, el marqués de Marignano aludido, reembarcó a sus italianos y a una parte de los 2.000 españoles que había llevado a Metz, pero el mismo Sancho refiere tal hecho como ajeno a él; es decir, como si no lo hubiera vivido. Además, para haber sido de la partida, debería haber servido previamente en Parma, hecho que desconocemos.

    1. Como ampliación a mi comentario anterior, apunto la siguiente novedad. Las cuentas del pagador Alonso de Estella (AGS, CMC 1ª ép., leg. 1484), recogen la muestra que se pasó a la compañía de Sancho de Londoño en Pizzighetone (Lombardía) el día 28 de julio de 1552, junto a otras tres «que vinieron [del Piamonte] a servir a S.M. en Alemania.» Los otros capitanes eran Antonio Moreno, Francisco de Molina y D. Jerónimo Manrique. Al capitán Don Sancho de Londoño y a los 205 sold de su cia, se pagaron 1.834 escudos, compresivos del sueldo del capitán, las ventajas del alférez (15 esc), sargento (5 esc.), 2 atambores y un pífano (1 esc); las de 70 coseletes a 1 esc. al mes; las de 68 arcabuceros a 1 esc. al mes; las de 8 cabos de escuadra, a 1 esc. al mes, y las ventajas particulares a 12 individuos, que percibían entre 6 y 2 escudos al mes de sobresueldo, incluso el alférez Francisco Ortiz, que recibía 5. No declara en esta muestra, como tampoco hace en otras, el número de picas secas, que hay que deducir (205-1-1-1-2-1-70-68-8)=53. El pagador satisfizo un total de 7.324 escudos a las 4 compañías «por sus pagas de 2 meses, con que quedaron pagados enteramente de todo lo que hubieran de haber y se les debía desde 1.VI.1552 hasta 30.VII.1552.» Por cierto, en el fol. 50 de dichas cuentas, el pagador se descarga de lo que pagó «a un correo que se despachó de Piciguetone (Pizzighetonne) a Milán, y de allí a Casano (Cassano d’Adda, en el Véneto), donde estaba el contador Francisco de Ibarra, avisándole como las 4 cias de infª española que vinieron de Piamonte estaban amotinadas y no querían tomar las dos pagas que se les daban.».

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