Flandes Invadida (VII). La batalla de Mons: Encamisada y punto final.

El Duque de Alba veía claro que era una excelente oportunidad para dar un golpe definitivo a Guillermo de Orange y su ejército de mercenarios alemanes. Ellos habían intentado en dos ocasiones, ambas sin éxito, romper el cerco para entrar en la ciudad de Mons, ocupada a la fuerza por su hermano Luis de Nassau y un ejército de mercenarios franceses. Ahora después de unas jornadas agotadoras y dos encontronazos infructuosos, los mercenarios alemanes, con Guillermo al frente, descansaban en la cercana población de Harmignies…

El Duque miró extrañado a Bernardino Mendoza. Había sido claro en sus órdenes. Le había pedido cinco soldados de los más escogidos para un golpe preciso, difícil y peligroso en extremo. Sin embargo, su hombre de confianza se presentaba ante él con un soldado y un perro. Le dejó, no obstante, explicarse.

— Es Miguel de Salvatierra, señor. Soldado de su majestad. Le apodan «rojo» porque es oriundo de unas tierras ricas en hierro, allá en el sur de España, de donde emana un río de aguas de ese color al que llaman Tinto. Es el mejor cazador que he visto nunca, señor. Sigiloso, rápido y letal. Certero como pocos con el mosquete, mueve la espada y la daga como el mismo demonio y tiene experiencia de guerra. Además, señor, lo ha visto en persona. Sabe cómo es.

— ¿y el perro? , preguntó el Duque de Alba

— Esa es la mejor parte, señor. Pasará desapercibido en su campamento como pasa desapercibido en el nuestro. Es suyo y lo tiene amaestrado. Cazan juntos como si de un solo hombre se tratara. En la compañía a la que pertenece nunca falta carne en el puchero.

Mientras Bernardino Mendoza le mostraba al Duque de Alba un jubón ricamente adornado, añadió sonriendo:

— El perro lo llevará directamente a la presa, señor.

El Duque de Alba se acercó al soldado. Joven, tal vez demasiado para el negocio que se traían entre manos. Estatura media, enjuto, fibrado, tez morena, ojos negros, mirada viva, con chispa, bien parecido. Sin dejar de mirarlo a los ojos, movió la cabeza hacia el perro y le preguntó:

— ¿Qué raza es?

Contestó el soldado manteniendo la mirada en el infinito:

— Raza española, señor Duque, la mejor para la caza. (nota: raza spaniel)

— ¿y cómo se llama?

Salvatierra miró a los ojos a Alba…

— Duque, señor Duque. Es un cabrón muy listo, señor. El mejor en lo que hace.

Bernadino Mendoza no pudo reprimir el acceso de risa a duras penas contenida. El soldado volvió a mirar al infinito y Alba, perplejo, prefirió no indagar más sobre el motivo del nombre.

— Está bien, Mendoza. Sea como dices. Pero encuéntrame igualmente esos cinco hombres.

La idea le gustó a Alba. Pensó que Bernardino Mendoza podía tener razón. Podía funcionar. Se arriesgaba poco y si acababan con él, todo este sinsentido que estaba llevando a los Países Bajos a una guerra civil, podía quedar resuelto de una vez por todas.

Mientras Bernardino le entregaba ropa totalmente negra a Salvatierra para que se cambiara, le explicaba los detalles de su misión: Donde lo dejarían, las posibles dificultades que se encontraría y la ubicación del objetivo que debía eliminar según las últimas informaciones de los espías.

— Cuida la ropa, Salvatierra, este negro tan intenso cuesta un Potosí conseguirlo. Le dijo mientras le entregaba un trozo de jubón para que Duque lo olisqueara.

Cuando estuvo listo, el sargento tomó un carboncillo de la lumbre y se pintó la cara y las manos. La figura era difícilmente reconocible en la oscuridad. Ni siquiera, Duque, el spaniel de largo pelo negro llamaba la atención.

— Si lo consigues, Salvatierra, te vas a convertir en una leyenda. Afirmó el Duque.
— Sí, en Leyenda Negra…¡¡para los calvinistas!! Apostilló Bernardino Mendoza, con una amplia sonrisa.

Gran Encamisada y Leyenda Negra

La tarde del 11 de septiembre de 1572, también Julián Romero había visitado la tienda de campaña del Duque de Alba. Salió contento y con brio en el cuerpo. Encabezaría una encamisada contra los mercenarios. Una de dimensiones hasta ahora nunca conocidas. El objetivo era doble: destrozar al enemigo en lo posible y además arruinar su ya baja moral después de su incapacidad manifiesta para acceder a las murallas de Mons.

La incursión la harían alejada de la posición donde se encontraba la pieza que el soldado Salvatierra debía cobrarse.

Batalla de Mons, 1572
Batalla de Mons, 1572

En cuanto la noche se echó encima se dirigieron a Saint-Symphorien mil arcabuceros españoles. Mons de Capres con siete banderas de sus Walones y Monsieur de Liques con otros doscientos arcabuceros tomaron posiciones en una aldea cerca de Harmignies, que era donde los rebeldes tenían alojado el cuerpo de su ejército. La idea era que les hicieran espalda a los que realizaran la encamisada para lo que pudiera acontecer.

Salió la gente de Saint-Symphorien llevando los españoles la vanguardia y llegado el lugar donde los Walones debían quedar, se hizo alto. Al frente de ellos quedó el señor de Norquermes. La noche cerrada lo inundaba todo. Los españoles con Julián Romero al frente dispusieron lo necesario para evitar el ruido.

Don Hernando de Toledo quedó con el Capitán García Xuarez de Berrio y ciento cincuenta arcabuceros. A cuatrocientos pasos dejó Julian Romero otra tropa de ciento cincuenta arcabuceros con los Capitanes Don Gaspar Gurrea y Don Cristóbal de Quesada.

Estaban tan cerca del campo de los mercenarios que casi se podía oír los ronquidos. Julián Romero dejó a los Capitanes Don Francisco de Toledo y Martín Derasso con doscientos arcabuceros. Finalmente, el Capitán Rodrigo Pérez con cincuenta alabardas quedaría para entrar con el resto de arcabuceros al frente de los cuales estaría Julián Romero. Cuatrocientos españoles escogidos acometerían la encamisada. Unos cuantos de ellos se enfundaron en sus camisas blancas para servir de guía al resto en su ataque letal.

Las órdenes eran rotundas: Silencio absoluto. Nada podía haber que generara ni un leve tintineo. Ni un comentario, ni una queja, ni un susurro, ni una respiración. Aquella noche oscura, en las proximidades de Mons, se mataría y se moriría en silencio. Si dios era justo habría mucho más de lo primero que de lo segundo.

Mientras la encamisada se cernía sobre el campamento, casi en el otro extremo, Salvatierra avanzaba como una sombra tras ‘Duque’. Cada cierto tiempo le daba a oler al spaniel un trozo de jubón ricamente adornado que le había entregado Bernardino Mendoza. Avanzaba con sigilo, sin ruidos, protegido por la noche, los ronquidos y algún que otro pedo hereje de aquella masa humana que intentaba descansar, confiada, después de tantos días de marcha y escaramuzas.

Fue el Capitán Don Marcos de Toledo y Don Rodrigo Zapata los primeros que entraron con una determinación que rayaba la locura. Los siguió Julian Romero y el resto de capitanes (Juan de Salazar, Antonio de Moxica) degollando a los centinelas y cuerpos de guardia.

Los cuatrocientos hombres se desparramaron por el campamento repartiendo silencio eterno. Sólo hablaron dagas, facas y cuchillos que daban buena cuenta de los vigías primero y, casi a la vez, de los caballos que eran desbarrigados para que no alertasen. Luego, los que dormían en las tiendas de campaña su postrero sueño.

La mayoría ni siquiera se enteró cómo había pasado a mejor vida porque las manos ágiles de los españoles sabían qué puntos eran mortales de necesidad de manera inmediata. Cuatrocientos españoles fueron sembrando aquel ejército de sueño mortal durante casi una hora.

Salvatierra ya tenía a la vista la tienda de campaña. Duque lo había llevado hasta allí directo como una flecha. No habían tardado ni una hora en llegar. Ahora solo faltaba el último paso. Se acercó reptando hacia la parte trasera de la tienda. De pronto Duque levantó el hocico, olisqueó y se alejó de su amo que ya rajaba la parte inferior de la tienda y se colaba como un felino.

Casi una hora habían estado aliviando el mundo de herejes, pero se había vuelto imposible no hacer ruido, así que los mercenarios alemanes habían dado, por fin, voz de alarma. Para entonces las chozas y tiendas ardían y ya sonaban disparos de arcabuz. Los españoles al sonido de la señal de retirada retrocedieron hacia el camino pactado protegidos por los arcabuceros que habían ido dejando estratégicamente colocados.

De poco sirvieron los esfuerzos de los sorprendidos alemanes por rehacerse. Para cuando quisieron darse cuenta los españoles ya deshacían, entre risotadas pero con ánimo vivo, el terreno que les separaba para ver de amanecer otro nuevo día.

El sonido de un arcabuz llegó nítido hasta Miguel que de nuevo escoltado por Duque se acercaba al camastro con decisión para dar fin a su misión. Ahora o nunca. Pero el camastro estaba vacío. Lo tocó. Estaba caliente pero vacío…

Los soldados irrumpieron en la tienda como un torbellino y no tuvo tiempo para reaccionar. Un balazo le atravesó la pierna. Herido, con una daga, una pistola y un perro nada podía hacer contra los soldados que se iban agolpando en la entrada y le apuntaban con una decena de armas de fuego y espadas.

En ese momento entró él.

Miguel de Salvatierra lo reconoció al instante: Guillermo de Orange. Con una cara de sueño que había dejado paso a una de asombro y luego a otra de pasmo para quedarse en la suya: Taciturna.

Analizó la escena. Se sorprendió al ver al perro que instantes antes se había acercado a él a olisquearlo y había apartado de un patada porque le molestaba en su quehacer. Miró al herido, su daga. A sus soldados. No necesitó más. Bramó, encendido:

— ¡Encerradlo!, ¡Y no lo matéis! ¡lo quiero vivo para poder interrogarlo!

Con una asombrosa capacidad de autocontrol no expresó lo que en esos momentos cruzó por su mente: ¡Maldita panda de inútiles! ¡si no llego a estar meando me rebana el cuello! ¡estúpidos!

Un soldado interrumpió sus pensamientos sin ninguna consideración:

— ¿Qué hacemos con el perro, Monsieur Guillermo de Orange?

Pensó la respuesta…

— Matadlo. Pero traedme uno. Seguro que sabrá protegerme mejor que vosotros…

Un ‘imbéciles’ sonó atenuado por el ruido de los arcabuces mientras se alejaba de la tienda, con poco más que una capa, en una dirección imprecisa…

El Camino Español

PD: En la incursión española en los alrededores de Mons, de la que hay extensa bibliografía, dejaron la lana más de 600 mercenarios alemanes. Después de la incapacidad de Guillermo de Orange para entrar y reforzar Mons, de la gran encamisada y quien sabe si por hallarse tan cerca de la muerte, levantó el campo y salió zumbando de allí, abandonando a su hermano Luis de Nassau a su suerte.

PD2: Como habéis podido intuir, Miguel de Salvatierra es un personaje de ficción. Y el intento de aliviar al mundo del personaje de Guillermo de Orange es una licencia que nos hemos dado para conectarlo con la «historia» que se dice y se cuenta que en esta encamisada casi le madrugan el cuello al Taciturno y que fue gracias a un perro/a que dormía con él que se salvó (también se dice y se cuenta que un ‘spaniel’). Historia poco creíble o al menos igual de creíble y menos interesante, nos parece a nosotros, que la de nuestro «Leyenda Negra»,  personaje de ficción creado y registrado por David López Rodríguez de Camino Español.

1 comentario en “Flandes Invadida (VII). La batalla de Mons: Encamisada y punto final.”

  1. Es que en una hora 400 españoles podían matar mucho y bien, no me extraña que el Taciturno saliera de allí a toda prisa.

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